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miércoles, 26 de noviembre de 2014

ENSEÑAR LAS VERGÜENZAS




Me enseñaron a avergonzarme de mi cuerpo, de mis actos, de mis pensamientos.
Me enseñaron que lo que pienso es absurdo, que lo que hago es ridículo, que lo que deseo es sucio.
Y aprendí a no decir lo que pensaba, por vergüenza de que alguien a mi alrededor pensara algo mejor.
Y aprendí a no hacer lo que me apetecía, por vergüenza de que alguien a mi alrededor creyera que era inoportuno.
Y aprendí a no perseguir lo que deseaba, por vergüenza de que alguien a mi alrededor opinara que era inapropiado.

No contenta con someterme a la mirada externa, me plegué también a la vergüenza ajena.

Y aprendí a preguntarle a la vergüenza cómo vestirme, no vaya a ser que alguien pensara que voy buscando gustar, destacar. Y aprendí a escuchar a la vergüenza al desnudarme, no vaya a ser que me sintiera cómoda en mi cuerpo, y me acostumbrara a enseñar(me)lo sin miedo. Y aprendí a consultar con la vergüenza antes de abrir la boca, no vaya a ser que dijera sin filtro lo que me pasa por la cabeza, y se enterara la gente.
Y dejé de bailar, de reír a carcajadas, de rascarme el culo, de preguntar lo que no entiendo, de opinar lo que pienso, de compartir lo que siento, de pedir ayuda, de ponerme faldas, de ir a la playa, de comer o llorar en la calle, de ir sin sujetador, de pintarme, de salir sin pintar, de bajar a la calle despeinada, de usar esa ropa que dicen que no me pega nada, de llamar a quien echo de menos, de tomar la iniciativa, de decir que no, de decir que sí, de quejarme, de vanagloriarme, de estar orgullosa, de admitir que estoy asustada.
Y, a base de sentirme cada día más avergonzada, entendí que mi vergüenza nunca iba a sentirse saciada. Que toda la vida iba a imponerse entre yo y mi representante impostada. Así que busqué a mi sinvergüenza interna. Y le costó salir un poco, le daba vergüenza. Pero acabó sacándome a bailar, haciéndome dúo al cantar, saliendo conmigo a la calle con la cara sin lavar, animándome a hablar, a ignorar las cosas que me deberían avergonzar...
Y ahora no tengo tiempo para sentir vergüenza. Estoy ocupada viviendo.
(Desconozco su autor)

martes, 25 de noviembre de 2014

Y Dios me hizo mujer - Gioconda Belli



Y Dios me hizo mujer,
de pelo largo,
ojos,
nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.

25 de noviembre: Día internacional de la NO VIOLENCIA CONTRA LA MUJER

Los libros de texto del colegio siempre me hablaron de ustedes, de las hermanas Mirabal, pero de una forma superficial. Y yo quería profundizar. Decían que tuvieron la valentía de luchar por la libertad política del país, y que se oponían fervientemente a la tiranía de un tal Trujillo. Y que este para liberarse de sus más insistentes opositoras decidió ponerle fin a sus vidas. Mandándolas a matar de la forma más cruel. Que unos sicarios, por orden suya, la apalearon y luego la lanzaron al abismo. Al final del escrito rezaba: ''Y así murieron las mariposas''.
Mi mente se nublaba y me entraba un vértigo, porque para ese entonces, que gozaba de la más pura inocencia , cuando leí de ustedes por primera vez, y aún ahora que los años me pesan, me cuesta creer como un ser humano tiene la sangre fría para atentar contra la vida de su prójimo; y más cuando se trata de una mujer; de la rosa más linda del jardín de Dios.
No quería quedarme con ese informe frío e insensible, quería atesorar en mi mente los recuerdos más dulce de las mariposas. Quería conocer sus vidas, sus primeros años, su color favorito, qué les apasionaba...esos pequeños detalles, quizás irrelevante, para un informe formal, que no te cuentan en los libros de la escuela.
Y fue así, gracias a esta hambre, que encontré ''En el tiempo de las mariposas de Julia Alvarez'', una joya y un manjar literario que habla de ustedes. Me pasaba hora leyendo sobre la hermosa Minerva, la devoradora de libros y poesía, quien fue bendecida con una inteligencia prodigiosa; una muchacha que destacaba por su sensibilidad ''y que no se dejaba por nadie'' como se dice popularmente, pues defendía sus ideales, aunque le costara la vida. Y tuvo la gallardía de hacerle un gran desaire a Trujillo, pues este había puesto los ojos en ella. Fue ahí que empezó la persecución contra la familia. Luego, teníamos a la pequeña y terca María Teresa, quien con su pequeño diario, Plasmaba en él, a veces, a través del dibujo todo lo que le pasaba y le gustaba; su vestido favorito, qué le molestaba, sus ocurrencias, y cómo soñaba con su príncipe azul. Era la ternura personificada. Y la devota y servicial Patria, quien soñaba con hacerse monja, pero la providencia decidió que era mejor que formará un hogar con un hombre de gran corazón, como lo fue su esposo.
Hermosas Mariposas, fueron la voz de un pueblo cansado, de un pueblo hastiado de un régimen que los anulaba, los oprimía. De un pueblo con miedo a la ira del dictador, de aquel que poco a poco les iba robando su identidad. Ustedes, mujeres grandes, nos dieron cátedra de patriotismo, de no tener temor a alzar la voz, aún cuando sus ideales incomodaran a los ''poderosos'' y desataran la tormenta del siglo. Ser fiel a nuestros principios, y pelear por lo que se cree justo.
Eran las más linda; vuelen siempre alto MARIPOSAS.
Y como dice Galeano en ''Los hijos de los días: En su memoria, en memoria de su belleza incomible, hoy es el Día mundial contra la violencia doméstica. O sea: contra la violencia de los trujillitos que ejercen la dictadura dentro de cada casa.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Aprender a soltar



SUELTA…

Si no trae alegría a tu vida...SUELTA.
Si no te ilumina ni te construye...SUELTA.
Si permanece, pero no crece...SUELTA.
Si te procura seguridad y así te evita el esfuerzo de desarrollarte...SUELTA.
Si no brinda reconocimiento a tus talentos...SUELTA.
Si no acaricia tu ser...SUELTA.
Si no impulsa tu despliegue...SUELTA.
Si dice, pero no hace...SUELTA.
Si no hay lugar en su vida para ti...SUELTA.
Si intenta cambiarte...SUELTA.
Si se impone el "yo"...SUELTA.
Si son más los desencuentros que los encuentros...SUELTA.
Si simplemente no suma a tu vida...SUELTA.
SUÉLTATE...la caída será mucho menos dolorosa que el dolor de mantenerte aferrado a lo que NO ES.

(Desconozco su autor) 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

iA mí béseme bajo un libro!




Esta semana vi a una pareja radiante haciendo compras navideñas aquí y allá, compartiendo sonrisas y caricias mientras sus bolsas con obsequios aumentaban. Atrajeron mi atención; por un momento me olvidé de los escritos pendientes y artículos a medias que he venido acumulando últimamente. En cierto punto alcancé a escucharlos hablar sobre dónde podrían conseguir muérdago y en qué lugar colgarlo. A tal comentario le siguieron unas risitas que me indicaron los fines románticos de esa futura adquisición. Entonces empecé a cavilar sobre el romance de hoy en día, las prácticas tan convencionales y comunes que suelen verse por ahí. Así que en un arranque de delirio y rebeldía decidí que si algún día usted me va a besar, mejor hágalo bajo un libro.

Sí, béseme bajo un libro. Acompáñeme a un parque, acuéstese conmigo en el césped y dispóngase a escucharme leyendo algún ejemplar de esos que tienen las páginas amarillas, desgastadas. De esos que poseen olor a gloria, los que han sido devorados infinidad de veces. Cuando mi lectura pase a segundo plano porque nuestra historia ha tomado un aire más intenso, sujete la portada que yo me ocupo de la contratapa. Ubiquemos el librito sobre nuestros rostros y entonces béseme como si no un hubiese un mañana. Privemos al mundo de nuestro placer por medio de una muralla hecha de hojas y tinta. Revéleme el misterio de su boca fascinante bajo la guardia divina de nuestro amante fiel. Que el destino mismo sea carcomido por las ansias de avistar nuestra picardía.

No tengo problema alguno con un beso tradicional bajo la luna o al abrigo de un atardecer. Pero busco algo único, algo diferente. Quiero que se entere de que en este mundo carente de fantasía sólo esas criaturas de papel son dignas de guardar y contemplar la contienda entre su boca y la mía. ¿Beso bajo la lluvia? No está mal. Pero mejor bajo un tomo desbordante de emociones. En el peor de los casos beberemos tanta tinta que usted se convertirá en mi personaje y yo en su escritor. ¿Beso bajo el firmamento nocturno? Suena bien, pero me quedo con el libro como bóveda celeste. Que la portada sea el cielo; las páginas, mil nubes; las palabras, un millón de estrellas iluminando nuestro idilio. ¿El beso de la famosa fotografía V-J Day In Times Square? Inmortalicemos del mismo modo la unión de nuestros labios. El libro será nuestro fotógrafo y único espectador; hará las veces de fondo, de telón, de techo, de refugio.

Sí, béseme bajo un libro. Encaje sus labios en los míos bajo la Londres victoriana o la Verona renacentista. Béseme con Narnia, Tierra Media, Tarbean, Wonderland o Fantasia como testigos. Béseme bajo la atenta mirada de cronopios, famas y esperanzas. Béseme en medio de la Batalla De Hogwarts o en el día de ejecución de Jean-Baptiste Grenouille. Que los besos bajo un muérdago sean para muggles o incluso el mismísimo Harry Potter y Cho Chang (Ginny Weasley hoy por hoy, obviamente). Pero conmigo que ese momento sublime sea bajo un templo a la literatura.

Sepa usted que en mis Diez Mandamientos el amar los libros por sobre todas las cosas va primero. Los mandatos restantes se los obsequio, mire a ver qué hace con ellos. Sepa usted que cada noche le seré infiel con un cuentito o un best seller de misterio. Sepa usted que parezco niño en Disney World cuando entro a una librería. Quizás peor. Pero por encima de todo eso, sepa usted que sus labios son mi anhelo y mi desvelo, por ello no importa cuándo o en dónde deba rozarlos; siempre será el paraíso. Sin embargo, como favor personal le pido: A mí no me bese bajo muérdago, a mí béseme bajo un libro.

Jef Volkjten


Y ahora...un poema: iQué feliz soy, amor mio!



POEMA:

''iQué feliz soy amor mío!

pronto estaremos casados,

el desayuno en la cama,

un buen jugo y pan tostado.

Con huevos bien revueltitos,
todo listo bien temprano.
Saldré yo hacia la oficina
y tú rápido al mercado.

Pues en sólo media hora
debes llegar al trabajo,
Y seguro dejarás
todo ya bien arreglado.

Tú bien sabes que en la noche
me gusta cenar temprano.
Eso sí, nunca te olvides
que yo vuelvo muy cansado.

Por la noche, teleseries,
cinemateca barato.
No iremos nunca de shopping,
ni de restaurantes caros,
ni de gastar los dineros,
ni despilfarrar los cuartos.

Tú guisarás para mí,
sólo comida casera.
Yo no soy como a la gente
que le gusta comer fuera...

¿No te parece, querida
que serán días gloriosos?
y no olvides que muy pronto,
yo seré tu amante esposo.

RESPUESTA ESCRITA POR ELLA

iQué sincero eres, mi amor!,
Qué oportunas tus palabras
Tú esperas tanto de mí
que me siento intimidada

No sé hacer huevos revueltos
como tu mamá adorada,
se me quema el pan tostado....
de cocina no sé nada.

A mí me gusta dormir
casi toda la mañana,
ir de shopping, hacer compras
con la Mastercard dorada,

Tomar té o el cafecito
en alguna linda plaza,
comprar todo de diseño
y la ropita muy cara.

Conciertos de Luis Miguel,
cenas en La Guacamaya ,
mis viajes a Punta Cana
a pasar la temporada.

Piénsalo bien, aún hay tiempo,
la iglesia no está pagada.
Yo devuelvo mi vestido,
y tú, tu traje de gala.

Y el domingo bien temprano
para empezar la semana
pon un aviso en el diario,
con letra bien destacada:''

'HOMBRE JOVEN Y BUEN MOZO
BUSCA UNA ESCLAVA MUY LERDA
PORQUE SU EX FUTURA ESPOSA,
AYER LO MANDÓ A LA MIERDA.''

Nota: Desconozco su autor/a

martes, 11 de noviembre de 2014

¿Qué dice de la relación las formas de dormir en pareja?

¿Puede el momento que está viviendo una pareja reflejarse en las posiciones que adoptan a la hora de dormir?

Según João Oliveira,  psicólogo y maestro en cognición y lenguaje, Paulo Sergio de Camargo,  especialista en lenguaje corporal, y Ronaldo Antonio Cavallali, también especialista en estos temas, dicen que las posiciones de las parejas en el momento de dormir, dice mucho de la situación que están viviendo.

Estas son las posiciones más  comunes y qué pueden indicar respecto a una relación:

1- De frente y sin tocarse 












Según Camargo, la pareja que duerme en esa posición quiere intimidad y tiene necesidad de observar a su conyugue, más sabe respetar su espacio y tiende a sentir menos celos. “Ellos saben lidiar con la rutina y con los problemas cotidianos, además respetan los momentos a solas de cada uno, sin nunca distanciarse”, afirma. Oliveira también cree que esta pareja vive un buen momento en su relación. “Aunque no exista contacto, el simple hecho de volver el cuerpo hacia la otra persona significa aceptar al otro como parte de sí mismo. Probablemente se trata de dos grandes amigos y compañeros, y su vida sexual es bastante activa”, dice.

2- De espalda y separado 












Esta posición a la hora de dormir es una señal de que algo puede andar mal en la relación. Según Oliveira, revela la necesidad de separación y mayor libertad en la vida de ambos. “La falta de contacto entre los cuerpos en direcciones opuestas puede significar una fuerte disputa por el espacio o la total independencia del otro”. Camargo puntualiza que si las manos estuvieran cerradas y el cuerpo tenso, es una señal de que la pareja no desea comunicarse después de una pelea. Pero si el cuerpo está suelto, es una señal de que no hay tensión en la relación. En este caso, la posición podría indicar confianza en la pareja y respeto al espacio del otro.

3- Entrelazados












Para los especialistas en lenguaje corporal, esta posición es una señal de deseo y de una pasión muy fuerte. “Es muy común en el inicio de una relación y acostumbra a ocurrir cuando ambos se quedan dormidos después de tener intimidad, con la intención de unir el cuerpo en uno solo” Afirma Oliveira.
Los brazos abiertos son señal de proximidad y el entrelazamiento de las piernas, según Cavalli, revelan el deseo sexual. Para él, es posible que la pareja que duerme en esa posición sufra de celos.

4- De cucharita












Según el especialista Sergio de Camargo, la persona que abraza tiende a guiar y proteger al otro en la relación, y la pareja se siente segura y cómoda a su lado. “Tal vez sea la posición que mejor refleje la armonía perfecta en la que vive una pareja. Los cuerpos se transforman en uno solo, existe la pasión y necesidad de estar juntos”, afirma. Pero, según Oliveira, esta postura también puede sugerir que hay cierta inseguridad en la relación. “No se engañe pensando que quien duerme en esta posición siempre está en un momento ideal. También puede tratarse de un intento de asegurar al otro en una relación que no va bien”, dice.

5- Abrazados












Para el especialista en lenguaje corporal Antonio Cavalli, el abrazo revela compromiso, amor y cariño entre la pareja. “Esa posición revela una buena relación. La pareja se encuentra en un momento excelente y la vida sexual debe ser perfecta”, afirma Oliveira. Según él, aquel que busca abrigo en el otro demuestra un profundo afecto por la pareja. Camargo por su parte, dice que la cabeza sobre el hombre es un indicio de que la persona se siente bastante segura con su pareja – que probablemente domine la relación. “Los brazos envueltos en ella amplían el deseo de protección”, afirma.

6- Uno de los dos todo el espacio, el otro reducido












Esta no es una buena posición para la pareja, según Oliveira. “Una persona espaciosa en la cama no demuestra afecto ni cariño por su conyugue. Este busca más espacio como una forma de autoafirmación en la relación”, afirma. Para él, esta posición revela que la relación pasa por un momento difícil, en el que la persona que ocupa menos espacio se siente insegura y con baja autoestima, cuando la persona se mantiene en posición fetal y viendo a su pareja, aún cree en el éxito de la relación. Además, Camargo cree que dormir sobre el estómago y con las manos encima de la cabeza indica terquedad, persistencia y necesidad de dominar y controlar el ambiente en que se vive.

7-  Cada uno con su espacio y con los pies entrelazados












Esta posición es una señal de que ambos se aman, pero también indica que la relación necesita atención, afirma Oliveira. “Hay una mezcla de pasión y diferencias en la relación. Puede ser que la pareja viva un momento de ansiedad, cambio de rutina o presión en el trabajo”. De acuerdo con Paulo Sergio de Camargo, quien duerme sobre su espalda (en este caso, el hombre) es quien no siente necesidad de ver a su pareja. Mientras que dormir sobre el estómago y con las manos por sobre la cabeza (mujer) revela terquedad y necesidad de controlar el ambiente en que vive. Para Cavalli, como existe el contacto con los pies, aún existe el compromiso con el otro y la complicidad entre pareja. “Siendo que el pie es el área corporal más inconsciente en sus movimiento, hay una declaración de amor subliminal y verdadera en esa forma de dormir”, finaliza Oliveira.

8- Cada uno con su espacio, pero tocándose












Según Paulo Sergio de Camargo, una postura de dormir como esta revela una relación bastante espontanea. “Cada uno respeta el espacio del otro. Ellos pueden tener amigos y actividades separadas, más la confianza es mutua”, afirma. La mano extendida revela la intención de proteger y tomar en cuenta a la pareja, pero sin exagerar. Ya el rosto de ella vuelto hacia el hombre revela confianza, mientras que sus manos debajo de su rostro muestra que se siente confortable ante la presencia de él. Para Oliveira, la demostración de afecto por parte de él, la mano sobre ella, como si intentara descubrir si todo está bien, puede ser indicio de que la posición es consecuencia de un intento de reconciliación.

9-  De espaldas, pero uno toca al otro












Según Camargo, la separación muestra que la pareja desea libertad, pero la mano de él sobre el hombro de ella revela que la quiere cerca. “En el caso de él, es casi una necesidad mantener el contacto, sentir a su pareja”, dice Cavalli. Para Oliveira, en este caso, el hombre está más carente y se preocupa por el rumbo que está tomando la relación.
“Existe afecto, más el nivel no es tan bueno como antes. Ella con su postura hacia el frente, debe estar en un buen momento profesional, con autoestima elevada, él busca el apoyo y el cariño de ella”, concluye.

10- De espaldas pero tocándose 












Una pareja que acostumbra a dormir en esta posición preserva su espacio individual sin perder el contacto. “Se trata de personas dinámicas, que tienen vidas independientes, pero tienen una relación estable y saludable”, afirma Oliveira. De acuerdo con el especialista, esta posición revela que hay confianza en la relación y que uno necesita de la presencia del otro. “Parece que la pareja se coloca delante de un espejo. Esta simetría demuestra que los dos están en sintonía. Existe la necesidad de la presencia del otro. El tiempo de separación entre los dos es muy corto”.

Todas las posiciones 


jueves, 6 de noviembre de 2014

Cuando el amor toca a tu puerta, no nos queda más alternativas que entregarnos por completo


No eran la pareja perfecta. No estaban hechos a la medida. Ninguno de los dos era la mitad del otro.
Se conocieron por casualidad. Sin buscarse, sin anhelarse.
Planetas opuestos, almas desiguales.
Ella tan frágil como el papel, él tan duro como una roca.
Ella tan tímida, él tan resuelto.
Ella enamorada de la luna, él no creía en el amor.
Ella tan té, él tan café.
Amargo, frío, cortante. En cambio ella tan dulce como azúcar, tan suave cual pétalos de una flor.
Un mundo de diferencia lo dividía, sin embargo, en ambos renacía aquel sentimiento, llamado amor, que rompía con cualquier ideología y los unía con sus misteriosos lazos.
Y ahí estaban ellos felices, disfrutando de su romance, aunque no fueran la pareja perfecta, y tuvieran un sinnúmeros de diferencias. Pero entendieron que cuando el amor toca a tu puerta no nos queda más alternativas que entregarnos por completo, porque él ya te escogió y nada tú puedes hacer.

-Escrito por: Señorita Occidental

La infancia del mago, Hermann Hesse


Chicos, en esta ocasión les comparto un cuento de este gran escritor, Hermann Hesse. Pero esperen...no es cualquier historia, es una historia salpicada de magia, de colores, de sabiduría, desde el principio hasta el final.
Me he disfrutado esta lectura, por el simple hecho de que me hizo evocar escenas de mi dulce infancia. Sentí que viajaba a través del tiempo y me encontraba en aquella etapa de mi vida en la que fui realmente feliz, quizá, sin siquiera saberlo. En ese momento pleno cuando creía con toda la fuerza de mi corazón  que todo era posible, y que el mundo estaba constituido por polvo de estrellas, y que nosotros éramos minúsculos seres alados, mágicos, que vinimos de paso a la tierra, algo así como pasar las vacaciones, porque nuestra verdadera casa era la luna.

Bueno, basta de plática, disfruten este maravilloso cuento....



No fui educado únicamente por mis padres y maestros, sino también por fuerzas superiores, más ocultas y misteriosas, entre ellas el dios Pan, que bajo la forma de un pequeño ídolo danzante indio estaba en el armario de vitrinas de mi pueblo. Esta divinidad y aun otras se ocuparon de mis años de infancia, y mucho antes de que supiese leer y escribir me llenaron de imágenes e ideas ancestrales de Oriente, de tal manera que más tarde cada encuentro con los modos indios y chinos era como un reencuentro, como una vuelta a los orígenes. Y sin embargo soy europeo, he nacido incluso bajo el signo activo de Sagitario y he practicado toda mi vida las virtudes occidentales de la vehemencia, de la codicia y de la curiosidad insaciable. Afortunadamente aprendí, como la mayoría de los niños, las cosas más imprescindibles para la vida ya antes de los años del colegio, aleccionado por los manzanos, por la lluvia y el sol, el río y los bosques, las abejas y los escarabajos, enseñado por el dios Pan y el ídolo danzante de la cámara de tesoros del abuelo. Conocía el mundo, trataba sin miedo con los animales y las estrellas, me movía a mis anchas en las huertas y entre los peces del agua y sabía cantar un buen número de canciones. También sabía hacer magia, aunque por desgracia lo olvidé pronto y tuve que aprenderlo de nuevo cuando ya era mayor y disponía de toda la sabiduría legendaria de la infancia. A esto se añadieron las ciencias del colegio, que aprendí con facilidad y que me gustaban. La escuela, sabiamente, no se ocupaba de esas disciplinas serias que son imprescindibles para la vida, sino principalmente de entretenimientos bonitos y divertidos, que me solían solazar, y de conocimientos de los cuales algunos me han sido files toda la vida; así sé, aún hoy, muchas palabras, frases y versos hermosos y chistosos del latín, y el número de habitantes de muchas ciudades de todos los continentes, naturalmente no la cifra actual, sino la de los años ochenta.

Hasta los trece años no pensé nunca seriamente lo que sería un día de mí, ni el oficio que podía aprender. Como todos los muchachos amaba y envidiaba algunos oficios: el de cazador, ganchero, carretero, equilibrista, explorador del polo norte. Pero lo que hubiera preferido ser es mago. Esta era la tendencia más profunda y entrañable de mis impulsos, un cierto descontento hacia lo que se llamaba la «realidad» y que, a veces, me parecía una convención ridícula de los mayores; no tardó en ser corriente en mí un cierto rechazo entre temeroso y despreciativo de esa realidad y el deseo ardiente de encantarla, transformarla y potenciarla. En mi infancia el deseo de hacer magia estaba dirigido a objetivos externos, infantiles: me hubiese gustado hacer crecer manzanas en invierno y llenar mi bolsa de oro y plata por encanto, soñaba con paralizar a mis enemigos por arte de magia, avergonzarles luego con mi magnanimidad y ser proclamado vencedor y rey; quería descubrir tesoros enterrados, resucitar muertos y hacerme invisible. Sobre todo el hacerse invisible era un arte que yo apreciaba y deseaba intensamente. Este deseo y el deseo de todos los poderes mágicos me acompañó a lo largo de toda la vida bajo distintas formas que a menudo yo no reconocía inmediatamente. Así, más tarde, cuando ya era adulto y ejercía la profesión de escritor, sucedió que muchas veces intenté desaparecer detrás de mis obras, rebautizarme y ocultarme tras nombres caprichosos y significativos; es curioso que mis compañeros de profesión me hayan reprochado con frecuencia esos intentos y los hayan interpretado mal. si miro hacia atrás, veo que toda mi vida ha estado bajo el signo del deseo de poder mágico; la manera que fueron cambiando con el tiempo las metas de mis deseos mágicos, cómo los sustraje progresivamente del mundo externo, absorbiéndoles dentro de mí, cómo aspiré poco a poco, no a cambiar las cosas, sino a mí mismo, cómo traté de sustituir la torpe invisibilidad de la capa mágica por la invisibilidad del sabio, que reconociendo siempre permanece escondido —éste sería el verdadero contenido de la historia de mi vida.

Yo era un muchacho feliz y alegre, jugaba con el hermoso mundo de colores, en todas partes estaba a gusto, tanto entre los animales y las plantas como en la selva de mi fantasía y mis sueños, contento de mis fuerzas y facultades, más dichoso que consumido por mis fogosos deseos. Sin yo saberlo, practicaba por entonces algunas artes mágicas con más perfección que nunca después. Fácilmente conquistaba amor, fácilmente adquiría influencia sobre los demás, fácilmente me encontraba en el papel de jefe, del solicitado o del misterioso. Durante años mantuve a compañeros y pariente más jóvenes en la respetuosa convicción de mi real poder mágico, de mi poder sobre los duendes, de mis derechos a tesoros ocultos y coronas. Durante mucho tiempo viví en el paraíso, aunque mis padres me hicieron conocer muy pronto la serpiente. Mucho tiempo duró mi sueño infantil, el mundo me pertenecía, todo era presente, todo estaba dispuesto a mi alrededor para el juego hermoso. Si alguna vez surgían en mí la insatisfacción y la añoranza, si alguna vez se cubría de sombras y de dudas ese alegre mundo, casi siempre hallaba con facilidad el camino a ese otro mundo más libre y sin obstáculos de las fantasías, y al volver me encontraba el mundo externo otra vez dulce y amable. Mucho tiempo viví en el paraíso.

Había un cobertizo en el pequeño jardín de mi padre donde tenía conejos y un cuervo amaestrado. Allí pasaba horas interminables, largas como siglos, en el calor y el placer de propietario, los conejos olían a vida, a hierba y luche, sangre y procreación; y el ojo negro y duro del cuervo relucía la lámpara de la vida eterna. En el mismo lugar pasaba otros ratos interminables, al atardecer, a la luz del un cabo de vela, junto a los animales calientes y adormilados, solo o con algún compañero, urdiendo planes para desenterrar inmensos tesoros, para obtener la raíz Alraun, para caballerescas y victoriosas campañas a través del mundo necesitado, en las que condenarían a los ladrones, consolaría a los desdichados, liberaría a los prisioneros, reduciría a cenizas los castillos de los caballeros dedicados a la rapiña, mandaría crucificar a los traidores, perdonaría a los vasallos rebeldes, conquistaría a las princesas y entendería el lenguaje de los animales.

En la gran biblioteca de mi abuelo había un libro, enorme y pesado, en el que hojeaba y leía a menudo. Había en este libro inagotable antiguas y extrañas ilustraciones, que unas veces surgían luminosas y tentadoras nada más abrir y hojear las páginas, otras las buscaba y no las encontraba, habían desaparecido como por encanto, como si nunca hubiesen existido. Contenía este libro una historia infinitamente hermosa y comprensible que yo solía leer. Tampoco la encontraba siempre, la hora tenía que ser propicia, de vez en cuando desaparecía por completo y permanecía oculta, a menudo parecía haber cambiado de lugar y domicilio; unas veces, al leerla, era extrañamente amable y casi comprensible, otras era oscura y hermética como la puerta del desván, detrás de la cual se oían al anochecer las risas ahogadas y los suspiros de los espíritus. Todo estaba lleno de realidad y todo estaba lleno de magia, ambas florecían plácidamente, una junto a otra, ambas me pertenecían.

Tampoco el ídolo danzante de la India, el que estaba en la vitrina llena de tesoros de mi abuelo, era siempre el mismo, no tenía siempre la misma cara ni bailaba a todas horas la misma danza. A veces era un ídolo, una figura extraña y divertida como las que se suelen hacer y adorar en países extraños e incomprensibles por otros pueblos también extraños e incomprensibles. En otros momentos era una obra de magia, llena de significado y profundamente inquietante, ávida de sacrificios, maligna, severa, imprevisible, burlona, parecía incitarme, por ejemplo a que me riera de él para vengarse luego de mí. Era capaz de mover los ojos aunque estaba hecho de metal amarillo; a veces bizqueaba. En otros momentos volvía a ser sólo símbolo, no era ni bonito ni feo, no era malo ni bueno, ni ridículo ni terrible, sino simplemente antiguo e inimaginable como una runa, como una mancha de musgo sobre la roca, como el dibujo de un guijarro, y detrás de su forma, detrás de su rostro e imagen, vivía Dios, moraba lo infinito, que siempre yo entonces, muchacho, veneraba con la misma fuerza que más tarde cuando lo llamaba Siva, Vinsú, Dios, Vida, Brahma, Atmán, Tao o Madre Eterna. Era padre, madre, mujer y hombre, sol y luna. Y cerca del ídolo en la vitrina y en otros armarios del abuelo había colocadas y colgadas muchas otras cosas e instrumentos, collares de perlas de madera como rosarios, rollos de palma cubiertos de antigua escritura india, tortugas talladas en esteatita verde, pequeños dioses de madera, de cristal, de cuarzo, de barro, mantos bordados de seda y de hilo, vasos y platos de cobre amarillo y todo aquello venía de la India y de Ceilán, la isla paradisíaca de los helechos gigantes y las costas de palmeras y de los suaves cingaleses con ojos de ciervo, venía del Siam de Birmania, y todo olía a mar, a especias, a lejanía, a canela y sándalo, todo había pasado por manos oscuras y amarillas, humedecido por la lluvia tropical y el agua del Ganges, resecado por el sol ecuatorial, cubierto por la sombra de la selva. Y todas estas cosas pertenecían al abuelo, y él, el viejo, venerable y poderoso con amplia barba blanca, omnisciente, más poderoso que mi padre y mi madre, estaba en posesión de otras cosas y otros poderes mucho mayores, suyo era no sólo el dios y juguete indio, sino todos los objetos tallados y pintados, consagrados con hechizos, el cuenco de coco y el arca de sándalo, la sala y la biblioteca, él era también un mago, un iniciado, un sabio. Entendía todas las lenguas humanas, más de treinta, quizá también la de los dioses, quizá también la de las estrellas, sabía escribir y hablar pali y sánscrito, sabía cantar canciones canaresas, bengalíes, indostánicas y cingalesas, conocía las oraciones de los mahometanos y de los budistas, aunque era cristiano y creía en la Santísima Trinidad, había estado muchos años y décadas en países orientales, calientes y peligrosos, había viajado en barcas y en carros de bueyes, a caballo y en mulas, nadie sabía como él que nuestra ciudad y nuestro país eran sólo una parte muy pequeña de la tierra, que mil millones de seres tenían otras creencias, otras costumbres, otras lenguas, otro color de piel, otros dioses, otras virtudes y otros vicios. Yo le quería, admiraba y temía, de él esperaba todo, le creía capaz de todo, de él y de su dios Pan disfrazado de ídolo aprendía sin cesar. Este hombre, el padre de mi madre, estaba metido en un bosque de misterios, como lo estaba su rostro en el blanco bosque de la barba, sus ojos irradiaban tristeza universal o serene sabiduría, según las circunstancias, sabiduría solitaria y picardía divina. Personas de muchos países le conocían, admiraban y visitaban, hablaban con él en inglés, francés, indio, italiano, malayo y volvían a irse después de largas conversaciones, sin dejar rastro, quizá eran sus amigos, quizá sus enviados, quizá sus criados y encargados. Sabía que de él, el insondable, procedía el misterio que rodeaba a mi madre, el aire misterioso y ancestral, y también ella había estado mucho tiempo en la India, también ella hablaba y cantaba en malajalam y canarés e intercambiaba con su anciano padre palabras y frases en lenguas mágicas y extrañas; como él, poseía también a veces la sonrisa de la lejanía, la sonrisa velada de la sabiduría.

Mi padre era distinto. El estaba solo. No pertenecía ni al mundo de ídolo y del abuelo, ni al mundo cotidiano de la ciudad, estaba al margen, solo, un ser que sufría y buscaba, culto y bondadoso, sincero y lleno de entusiasmo al servicio de la verdad, pero muy lejos de aquella sonrisa, noble y sensible, aunque clara, sin aquel misterio. Nunca le abandonó la bondad, ni la sabiduría, pero nunca desapareció en aquella nube mágica del abuelo, nunca se perdió su rostro en aquella candidez y divinidad, cuyo juego a veces tristeza, a veces fina burla, y a veces como una máscara divina ensimismada. Mi padre no hablaba con mi madre en lenguas indias, sino en inglés y en alemán puro, claro, bello y con un ligero acento báltico. Con esta lengua me atraía, ganaba y enseñaba, de ven en cuando le amulaba lleno de admiración y entusiasmo, aunque sabía que mis raíces crecían profundas en el suelo de la madre, en ese mundo de ojos negros y de misterio. Mi madre estaba llena de música, mi padre no, él no sabía cantar.

Junto a mí crecieron mis hermanas y dos hermanos mayores, altos, envidiados y admirados. Alrededor de nosotros estaba la ciudad, vieja y corcovada, y alrededor de ella las montañas cubiertas de bosques, severas y algo sombrías, por medio discurría un río hermoso, sinuoso y vacilante, y yo amaba todas estas cosas y las llamaba patria y en el bosque y el río conocía exactamente las plantas y el suelo, las piedras y cuevas, las aves, las ardillas, el zorro y el pez. Todo ello me pertenecía, era mío, era mi patria —pero además existían la vitrina y la biblioteca, y la burla bondadosa en el rostro omnisciente del abuelo, y la mirada cálida y oscura de mi madre y las tortugas y los ídolos, las canciones y las frases indias, y aquellas cosas me hablaban de un mundo más amplio, de una patria más grande, de un origen más antiguo, de un contexto más grande. Y arriba en su gran jaula de alambre nuestro papagayo rojo y gris, viejo y sabio, con su cara inteligente y su pico afilado; cantaba y hablaba y procedía, también él, de un país lejano, desconocido, gorjeaba idiomas de la selva y olía a ecuador. Muchos mundos, muchos continentes extendían sus brazos y sus rayos, y se encontraban y cruzaban en nuestra casa. Y la casa era grande y antigua, con muchas habitaciones vacías, con sótanos y grandes pasillos en los que resonaban los pasos, y que olían a piedra y frescura, y desvanes interminables llenos de leña y fruta, y corrientes de aire y vacío oscuro. Muchos mundos cruzaban sus rayos en esta casa. Aquí se rezaba y se leía la Biblia, se estudiaba y se aprendía la filología india, se hacía mucha y buna música, se conocía a Buda y Lao Tse, venían visitas de numerosos países con el perfume de tierras lejanas y extranjeras en las ropas, con extrañas maletas de cuero y mimbre y con el sonido de lenguas extrañas, allí se daba de comer a los pobres y se celebraban fiestas, la ciencia y la fábula vivían muy juntas. Había también una abuela a la que teníamos un poco de miedo y a quien no conocíamos bien porque no hablaba alemán y leía una Biblia francesa. La vida de aquella casa era compleja y no siempre comprensible, en ella la luz jugaba en múltiples colores, la vida sonaba rica y polifónica. La casa era bonita y me gustaba, pero más bonito todavía era el mundo de mis ilusiones, más ricas mis fantasías. La realidad nunca me bastaba, me hacía falta la magia.

La magia moraba familiarmente en nuestra casa y en nuestra vida. Además de los armarios del abuelo, estaban los de mi madre, llenos de tejidos asiáticos, vestidos y velos, también era mágica la mirada bizca del ídolo, lleno de misterio el olor de algunas habitaciones antiguas y rincones de la escalera. Y dentro de mí se correspondían muchas cosas en este mundo exterior. Había objetos y relaciones que sólo existían en mí y para mí solo. Nada tan misterioso, tan poco comunicable, tan lejos de la verdad cotidiana como ellas, y sin embargo nada era más real. La misma caprichosa aparición y desaparición de las ilustraciones e historias de aquel enorme libro era así, y las transformaciones en el rostro de las cosas, que yo veía suceder a cada instante. ¡Qué aspecto tan distinto tenían la puerta de la casa, la casita del jardín y la calle según fuese una tarde de domingo o la mañana de un lunes! ¡Qué distintos eran el reloj de pared y la imagen de Cristo del cuarto de estar el día que reinaba allí el espíritu del abuelo o el de mi padre, y cómo se transformaba todo en las horas en que ningún espíritu extraño excepto el mío daba a las cosas su sello, cuando mi alma jugaba con ellas y les daba nuevos nombres y significados! En esos momentos una silla o un taburete familiares, una sombre cerca de la estufa, los titulares de un periódico, podían volverse bonitos o feos y malignos, significativos o banales, despertar nostalgia o intimidar, ser ridículos o tristes. ¡Qué pocas cosas eran firmes, estables y perdurables! ¡Todo vivía, sufría transformaciones, deseaba transformarse, estaba al acecho de la disolución y el renacimiento! Pero de todos los fenómenos mágicos el más importante y fantástico era el «hombrecillo». No sé cuándo le vi por primera vez, creo que siempre existió, que vino conmigo al mundo. El hombrecillo era un ser diminuto, gris como una sombra, un espíritu o duende, ángel o demonio, que a veces aparecía y caminaba delante de mí, cuando estaba dormido y cuando estaba despierto, y al que tenía que obedecer que mi padre, más que a mi madre, más que a la razón, con frecuencia incluso más que al miedo. Cuando se me aparecía solo existía él, e hiciese lo que hiciese yo le tenía que imitar: aparecía en las situaciones de peligro. Cuando me perseguía un perro o un compañero más fuerte, lleno de ira, y mi situación era precaria, entonces, en el momento más difícil, aparecía el hombrecillo, corría delante de mí, me enseñaba el camino, me traía la salvación. Me indicaba la tabla suelta en la valla del jardín, por la que encontraba una salida en el último minuto angustioso, me enseñaba lo que debía hacer en cada instante: dejarme caer, dar la vuelta, echar a correr, chillar, estar callado. Mi quitaba de la mano algo que iba a comer, me conducía al lugar donde encontraba mis cosas perdidas. Había épocas en las que lo veía todos los días. Otras en las que no aparecía. Estas épocas no eran buenas, entonces todo era anodino y confuso, no sucedía nada, no progresaba nada.

Una vez en la plaza del mercado corría el hombrecillo delante de mí, y yo le seguí; se fue corriendo a la enorme fuente del mercado en cuya pileta de piedra, más profunda que un hombre, caían los cuatro chorros de agua; trepó ágil por la pared de piedra hasta el borde, y yo detrás, y cuando saltó con un movimiento rápido a las aguas profundas, salté yo también, no había otra alternativa, y estuve a punto de ahogarme. Pero no me ahogué porque me sacaron, precisamente fue una hermosa vecina joven a la que apenas conocía y con la que establecí entonces una bonita relación de amistad y bromas que me hizo feliz durante mucho tiempo.

Una vez me pidió mi padre explicaciones por una de mis fechorías. Me disculpé como pude, sufriendo una vez más que fuera tan difícil hacerse entender por los mayores. Hubo algunas lágrimas y un pequeño castigo y al final mi padre me regaló, para que no olvidase aquella hora, una bonita agenda de bolsillo. Algo avergonzado y descontento por lo que había pasado me alejé y pasé por el puente del río; de repente iba delante de mí el hombrecillo, saltó al pretil y me ordenó con un ademán que tirase el regalo de mi padre al río. Lo hice inmediatamente, la duda y la vacilación no existían cuando estaba presente, sólo cuando él faltaba, cuando no aparecía y me dejaba empantanado. Me acuerdo de un día que paseaba con mis padres y apareció el hombrecillo; se cruzó al lado izquierdo de la calle, y yo detrás, y cada vez que mi padre me ordenaba que cruzase al otro lado, el hombrecillo se negaba a acompañarme, seguía obstinado por la izquierda y yo tenía que volver cada vez rápidamente a su lado. Mi padre terminó por cansarse y me dejó finalmente que caminase por donde quisiera, estaba ofendido, y más tarde, en casa, me preguntó por qué había tenido que desobedecer y caminar a toda costa por el otro lado de la calle. En esos casos me daba mucho apuro, incluso verdadera angustia, porque nada era más imposible que contar a nadie una sola palabra sobre el hombrecillo. Nada habría sido más prohibido, malo y pecaminoso que traicionarle, nombrarle y hablar de él. Ni siquiera debía pensar en él, llamarle o desear que apareciese. Si aparecía todo estaba bien y le seguía. Si no estaba, era como si nunca hubiese existido. El hombrecillo no tenía nombre. Pero lo más imposible del mundo era no seguirle cuando aparecía. A donde él iba yo le seguía, incluso al agua, incluso al fuego. No es que él me ordenase o aconsejase una cosa u otra. No, él hacía simplemente esto o aquello y yo le imitaba. Dejar de imitar algo que él hacía era tan imposible como que mi sombra no siguiese mis movimientos. Quizá yo era sólo la sombra o el reflejo de él o él del mío; quizá yo hacía aquello que creía imitar antes que él o al mismo tiempo que él. Por desgracia él no siempre estaba, y cuando faltaba mis actos carecían de naturalidad y necesidad, todo podía ser distinto, existía para cada paso la posibilidad realizarlo o no, de dudar y reflexionar. Los pasos afortunados, alegres y felices de mi vida de entonces los realicé todos sin reflexionar. El reino de la libertad es quizá también el reino de las ilusiones. ¡Qué bonita era mi amistad con la alegre vecina que me sacó de la fuente! Era muy animada, joven, guapa y tonta, de una necedad adorable, casi genial. Me dejaba que le contase historias de ladrones y de brujas, tan pronto me creía demasiado como no se creía nada y me tenía por uno de los sabios de Oriente, con lo que yo estaba absolutamente de acuerdo. Me admiraba mucho. Cuando le contaba algo divertido, se reía a carcajadas y con gran entusiasmo, mucho antes de que hubiese comprendido el chiste. Se lo reproché y le pregunté: «Escucha, Frau Anna, ¿cómo puedes reírte de un chiste si no lo has comprendido en absoluto? Eso es muy estúpido y además ofensivo para mí. O bien entiendes mis chistes y te ríes o no los comprendes, y entonces no hace falta que te rías y hagas como si los hubieses comprendido.» Ella siguió riendo. «Desde luego —exclamó—, eres el muchacho más inteligente que nunca he visto, eres extraordinario. Un día serás profesor o ministro o médico. La risa, sabes, no hay que tomarla a mal. Me río simplemente porque me das alegrías y porque eres la persona más divertida que existe. Pero ahora explícame el chiste.» Yo se lo expliqué detenidamente, me hizo aún algunas preguntas, por fin lo comprendió de verdad, y si antes se había reído con ganas y mucho, ahora se reía de verdad, se reía loca y desenfrenadamente, contagiándome a mí. ¡Cuántas veces hemos reído juntos, cómo me mimaba y admiraba, qué fascinada estaba conmigo! Había trabalenguas difíciles que yo tenía que recitarle tres veces seguidas muy deprisa, por ejemplo: «Wiener Wäscher waschen weisse Wäsche» [Lavanderos vieneses lavan ropa blanca], o la historia de «Kottbuser Postkutschkasten» [La diligencia de Kottbus]. También ella tenía que probar, yo insistía, pero se reía antes, no decía ni tres palabras ni quería hacerlo y cada frase comenzada terminaba en nuevas risas. Frau Anna era la persona más divertida que he conocido. Yo, con mi inteligencia de muchacho, la consideraba infinitamente tonta, y quizá también lo era, pero era un ser feliz y a veces tiendo a creer que las personas felices son sabias en el fondo, aunque puedan parecer tontas. ¿Qué hay más necio y que haga más infeliz que la inteligencia?

Pasaron los años y mis relaciones con Frau Anna se había ya adormecido, yo era un muchachote que iba al colegio y sucumbía ya a las tentaciones, las penas y los peligros de la inteligencia, cuando volví a necesitarla un día, otra vez fue el hombrecillo quien me condujo hasta ella. Desde hacía algún tiempo estaba yo desesperadamente preocupado con la cuestión de la diferencia de los sexos y con el origen de los niños, el problema era cada vez más acuciante y atormentador y un día me dolía y quemaba tanto que preferí no vivir antes que dejar sin resolver aquel angustioso enigma. Salvaje y obstinado iba a la vuelta del colegio por la plaza del mercado, con la mirada en el suelo, desdichado y sombrío, cuando de pronto volvió a aparecer el hombrecillo. Sus visitas se habían hecho cada vez más raras, hacía tiempo que me era infiel —o yo a él—, y ahora de repente le volví a ver, pequeño y ligero corría por el suelo delante de mí, visible por un momento, y se metió en casa de Frau Anna. Había desaparecido, pero ya le había seguido a esa casa, y sabía para qué; Frau Anna dio un grito cuando irrumpí inesperadamente en su habitación, porque estaba precisamente desvistiéndose, pero no pudo deshacerse de mía y pronto supe casi todo lo que necesitaba saber con tanta urgencia. Aquello se habría convertido en un amorío si yo no hubiese sido tan joven.

Esta mujer, divertida y tonta, se diferenciaba de la mayoría de los adultos en que, aunque tonta, era natural y espontánea, siempre inmediata, nunca mentirosa, ni apurada. La mayoría de los adultos eran distintos. Había excepciones, mi madre, síntesis de lo vivo, de lo misteriosamente eficaz, y mi padre, modelo de justicia e inteligencia, y el abuelo que caso no era ya un ser humano, oculto, universal, sonriente, inagotable. Sin embargo, casi todos los adultos eran sobre todo dioses de barro, aunque había que temerles y respetarles. ¡Qué ridículos eran con su torpe manera de actuar, cuando hablaban con los niños! ¡Qué falso sonaba su tono, qué falsa su sonrisa! ¡Cómo se tomaban en serio a sí mismos y sus preocupaciones y negocios, con qué exagerada seriedad sujetaban debajo del brazo sus herramientas, sus carpetas, sus libros cuando cruzaban la calle, cómo esperaban ser reconocidos, saludados y admirados! Los domingos venía a veces gente a casa de mis padres a «hacer una visita», hombres con sombreros de copa entre manos torpes, enfundadas en rígidos guantes de cabritilla, hombres importantes, llenos de dignidad, violentos de tanta dignidad, abogados e inspectores con sus mujeres algo asustadas y oprimidas. Estaban sentados tiesos en sus sillas, a todo había que invitarles, ayudarles en todo, a quitarse el abrigo, a entrar, a sentarse, a preguntar y contestar, a irse. Tomar este mundo pequeño burgués tan en serio como lo exigía no me resultaba difícil, porque mis padres no formaban parte de él y también lo encontraban ridículo. Pero también me parecían casi todo los adultos bastante extraños y ridículos aunque no hiciesen teatro y no llevasen guantes ni hicieran visitas. ¡Cuánto tono se daban con su trabajo, con sus oficios y sus cargos, qué grandes y sagrados se crían! Cuando un carretero, un guardia o un empedrador interceptaba la calle había que respetarlo, era natural apartarse y hacer sitio o incluso echar una mano. Paro los niños con sus trabajos y sus juegos no eran importantes, se les apartaba a un lado y se les chillaba. ¿Es que hacían cosas menos justas, menos buenas, menos importantes que los mayores? ¡Oh, no! Al contrario, pero los mayores eran poderosos, daban órdenes y gobernaban. Y sin embargo tenían, igual que nosotros, los niños, sus juegos, jugaban a los bomberos, a los soldados, acudían a clubs y tabernas, pero todo con ese aire de importancia y de legitimidad, como si todo tuviese que ser así y no hubiese nada más hermoso y sagrado.

Reconozco que también había gente inteligente entre ellos, incluso entre los profesores. Pero, ¿no era ya extraño y sospechoso que entre todas esas personas «mayores», que al fin y al cabo habían sido todas hacía poco tiempo niños, se encontrasen tan pocas que no hubiesen olvidado por completo lo que es un niño, como vive, trabaja, juega, piensa, lo que le gusta y disgusta? ¡Eran pocos, muy pocos los que aún lo sabían! No sólo había tiranos y brutos que eran malos y desagradables con los niños, que les echaban de todas partes, que les miraban con recelo y odio, que a veces tenían al parecer algo así como miedo de ellos. No, tampoco los otros, los que tenían buenas intenciones, los que a veces se dignaban a un diálogo con los niños, tampoco esos sabían ya lo que era importante, y cuando querían tratar con nosotros tenían que descender penosamente y con gran apuro al nivel de los niños, pero no al de los de verdad, sino de inventadas y estúpidas caricaturas de niños.

Todos los adultos, casi todos, vivían en otro mundo, respiraban otra clase de aire que nosotros los niños. A menudo no eran más inteligentes que nosotros y muchas veces sólo nos aventajaban en ese misterioso poder. Eran más fuertes y si no obedecíamos voluntariamente nos podían obligar y pegar. Pero ese poder, ¿era una verdadera superioridad? ¿Acaso no era cualquier buey o elefante mucho más fuerte que un adulto? Pero ellos tenían el poder, ellos mandaban, su mundo y su moda se consideraban los adecuados. Sin embargo —y eso me resultaba particularmente extraño y a veces hasta aterrador— había muchos adultos que parecían envidiarnos a nosotros los niños. A veces lo expresaban de una manera ingenua y sincera cuando decían con suspiro: «Ay, qué suerte tenéis los niños». Si no mentían —y a veces yo sentía al oírles que no mentían— entonces los adultos, los poderosos, los dignos y los que daban órdenes no eran más felices que nosotros, que teníamos que obedecer y dar muestras de respeto. En el álbum de música que yo estudiaba había una canción con el asombroso estribillo: «¡Qué dicha, qué dicha ser un niño!» Eso era un misterio. ¡Había algo que poseíamos nosotros, los niños, que no tenían los mayores, ellos no eran sólo más grandes y fuertes, sino en cierto sentido más pobres que nosotros! ¡Y ellos, a los que con frecuencia envidiábamos por su estatura, su dignidad, su aparente libertad y naturalidad, sus barbas y sus pantalones largos, ellos nos envidiaban a veces a nosotros, los pequeños, en las canciones que cantaban!

De momento yo era, a pesar de todo, feliz. Había muchas cosas en el mundo que hubiese querido ver distintas, especialmente el colegio; pero sin embargo era feliz. Aunque en todas partes se me aseguraba e inculcaba que el hombre no estaba en el mundo sólo para su placer y que la verdadera felicidad se le concedía en el más allá únicamente al que había sido puesto a prueba y había demostrado su valía, eso se desprendía de muchos refranes y versos que tuve que aprender y que con frecuencia me parecían muy bonitos y conmovedores. Sin embargo, estas cosas, que también preocupaban mucho a mi padre, no me inquietaban demasiado, y si alguna vez me iba mal, estaba enfermo o tenía deseos no satisfechos, si reñía o era rebelde con mis padres, raramente me refugiaba en Dios, porque tenía otros caminos secretos que me conducían de nuevo a la claridad.

Cuando fracasaban los juegos habituales, cuando el tren, la tienda y el libro de cuentos se agotaban y me aburrían, inventaba muchas veces otros nuevos. Y aunque no fuese otra cosa que cerrar los ojos en la cama por la noche y perderme en la visión fantástica de los círculos que aparecían ante mí, ¡cómo volvía a surgir entonces la dicha y el misterio, cómo se llenaba el mundo de presagios y promesas!

Los primeros años de colegio pasaron sin cambiarme mucho. Aprendí por experiencia que la confianza y la sinceridad pueden ocasionarnos daños y con algunos profesores indiferentes adquirí lo imprescindible en el arte de mentir y fingir; a partir de entonces me abría paso. Pero lentamente se marchitó también en mí la primera flor, lentamente aprendí también yo, sin darme cuenta, aquella falsa cantinela de la vida, esa sumisión a la «realidad», a las leyes de los adultos, esa adaptación al mundo «como es, al fin y al cabo». Hace tiempo que sé por qué en los libros de canciones de los adultos hay estrofas como esta: «Oh, qué dicha ser aún niño», y también para mí hubo muchas horas en que envidiaba a los que aún eran niños.

Cuando al cumplir los doce años se planteó si debía aprender griego dije inmediatamente que sí, porque me parecía imprescindible llegar con el tiempo a ser tan sabio como mi padre o incluso con mi abuelo. Pero a partir de ese día hubo un plan en mi vida; debía estudiar y hacerme sacerdote o filólogo, porque para estos estudios había becas. También el abuelo había andado en su día ese camino.

Al parecer la cosa no era nada grave. Sólo que ahora tenía de repente un futuro, en mi camino había ahora un indicador, cada día y cada mes me acercaba más a la meta fijada, todo señalaba en aquella dirección, todo se alejaba más y más del juego y del carácter inmediato de los días vividos hasta aquel momento, no carentes de sentido pero sí de meta y futuro. La vida de los adultos me había apresado por un rizo primero o por un dedo, pero pronto me atraparía y retendría del todo, la vida que perseguía metas, la vida de los números, la vida del orden y de los cargos, de la profesión y de los exámenes; pronto me llegaría también a mí la hora, pronto sería yo también estudiante, candidato, sacerdote, profesor, haría visitas con un sombrero de copa, llevaría guantes de cuero, no comprendería ya a los niños, quizá les envidiaría. Dentro de mi corazón yo no deseaba todo aquello, yo no quería abandonar mi mundo, que era tan bueno y delicioso. Al pensar en el futuro veía yo, sin embargo, una meta muy secreta. Había algo que deseaba ardientemente, y era convertirme en mago.

Aquel deseo y sueño me fueron files durante mucho tiempo. Pero empezaron a perder su poder omnímodo, tenían enemigos, se les oponían otras cosas, reales, serias, que no se podían negar. Poco a poco fue marchitándose la flor, poco a poco me vino el encuentro del infinito algo finito, el mundo real, el mundo de los adultos. Poco a poco el deseo de ser mago, aunque seguía deseándolo ardientemente, perdió ante mí mismo su valor, se fue convirtiendo en algo infantil a mis propios ojos. Ya había algo en lo que había dejado de ser niño. El mundo de lo posible, infinito y con mil facetas, quedaba acotado, dividido en campos, cortado por vallas. Lentamente la selva de mis días se transformaba, se petrificaba el paraíso a mi alrededor. Dejé de ser lo que era, príncipe y rey en el país de lo posible, no me hice mago, me puse a aprender griego, en dos años comenzaría con el hebreo, en seis años sería estudiante.

Imperceptiblemente se llevó a cabo la estrangulación, inadvertidamente se fue esfumando en torno mío la magia. La historia maravillosa del libro de mi abuelo seguía siendo hermosa, pero estaba en una página cuyo número yo conocía, y ahí estaba, hoy y mañana y a cada hora, ya no había milagros. El dios danzante de la India sonreía indiferente y era de bronce, pocas veces me paraba a contemplarlo, nunca le volví a ver bizquear. Y —lo que era más grave— cada vez veía con menos frecuencia al hombrecillo gris. Por todas partes me rodeaba el desencanto, lo que antes era ancho, ahora era estrecho, lo valioso, ahora mísero.

Sin embargo yo sólo sentía aquel proceso ocultamente, bajo la piel, aún era alegre y dominante, aprendía a nadar y a patinar sobre hielo, era el primero en griego y aparentemente todo iba a la perfección. Sólo que todo tenía un color más pálido, un sonido algo más hueco, me aburría ir a casa de Frau Anna, y en todas mis vivencias había algo que en silencio se echaba a perder, algo que no se notaba, algo que no se echaba de menos, pero que había desaparecido y faltaba. Y cuando ahora quería sentirme pleno y ardiente, necesitaba estímulos más fuertes, tenía que sacudirme y tomar carrerilla. Tomé gusto a las comidas picantes, hurtaba a menudo y a veces robaba unas monedas para concederme un placer especial, porque si no no había aliciente ni belleza. También comenzaron a atraerme las chicas; fue poco después de que volviera a aparecer el hombrecillo y me llevara una vez más a visitar a Frau Ann.


En Obstinación: Escritos autobiográficos 
Título original: Eigensinn - Autobiographische Schriften
Traductor: Anton Dietrich
Madrid, Alianza Editorial, 1995

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Opio en las nubes

Ilustración de Amalia Posada
Soy Pink Tomate, el gato de Amarilla. A veces no sé si soy tomate o gato. En todo caso a veces me parece que soy un gato que le gustan los tomates o más bien un tomate con cara de gato. O algo así.


Me gusta el olor del Vodka con las flores. Me gusta ese olor en las mañanas cuando Amarilla llega de una fiesta llena de sudores y humos y me dice hola Pink y yo me digo, mierda esta Amarilla es cosa seria, nunca duerme nunca come, nunca descansa, qué vaina, qué cosa tan seria.




 Claro que a veces me desespera cuando llega con las noche entre sus manos, con la desesperación en su boca y entonces se sienta en el sofá me riega un poco de ceniza de cigarrillo en el pelo, qué cosa tan seria, y empieza a cantar alguna canción triste, algo así como I want a trip trip trip como para poder rsistir la mañana o para terminar de joderla trip trip trip.Mierda, los días con Amarilla son algo serio


 Voy a intentar hacer un horario de esos días llenos de sol, esos días un poco rotos, raros, llenos de humo, un poco llenos de café negro. Voy a hablar en presente porque para nosostros los gatos no existe el pasado. O bueno sí existe, lo que pasa es que lo ignoramos. En cuanto al futuro nos parece que es pura y física mierda. Sólo existe el presente y punto.


El presente es ya, es un techo, una calle, una lata de cerveza vacía, es la lluvia que cae en la noche, es un avíón que pasa y hace vibrar las flores que Amarilla ha puesto en el florero, el presente es el cielo azul, es una gata a la que le digo eres cosa seria y ella me responde sí, soy cosa seria, mierda, el presente es un poco de whisky con flores, es esa canción con café negro, es ese ritmo con olor a tomate, ocho de la mañana, techos grises, teticas con pecas, nada que hacer I want a trip trip trip mierda que cosa tan seria.






''Se llamaba Marciana y siempre quiso ser bailarina. Tenía los huesos bien puestos. Y también los ojos y los senos. Y las palabras. Las palabras de Marciana sabían a labial rojo, a cerveza, a música a todo volumen.''



"Era como si esa tarde hubiera vivido a través de las gotas de lluvia de un vidrio, como si esa tarde se hubieran reunido todos los segundos, todos los minutos, todas las horas, todos los olores, todos los colores que me permitieron conocer a Amarilla". 

"Caminé por la Avenida Blanchot y desde ese día supe que amarilla estaba hecha de mucha oscuridad, pero al mismo tiempo de mucha luz, como si se hubiera revolcado durante miles de años en la espuma del mar, en las estrellas, en la arena, en las sombras y de pronto se ...me hubiera aparecido así, casi perfecta, casi diosa, casi animal".

"Hola mi pequeña herida, ¿Cómo te sientes esta mañana de verano?"


"...Esa lluvia que uno sabe que humedece todos los besos, esa lluvia que uno tiene la certeza de que humedece todos los labios salvajes y que cobija con sus agujas invisibles todos esos gatos tristes y melancólicos que pasean por los techos de París. Uno sabe que esa lluvia es mágica. Es una lluvia que sabe a lo que sabe ...en tus babas, una lluvia que sabe a árboles lejanos, una lluvia contaminada por la luna..."

"Amarilla esto no es más que un inmenso mar, al principio de los días te veía entera y ahora sólo veo tus dedos que me saludan desde el otro lado del silencio, desde el otro lado del vodka, desde el otro lado del humo. Estamos en el centro de un cristal roto que cada día se abre más y más .Nuestros reflejos en el espejo de los días no son más que un rompecabezas mal armado de nuestros sueños... "

"Te amo perro...quiero que por favor rompas el vaso donde tomaba vodka y quemes las fotos de los paseos a la playa, quiero que arranques mi olor de tus silencios, de tus soledades, y de tus domingos rotos. Te amo perro..."
Opio en las nubes, novela del escritor Rafael Chaparro

Fragmentos de ''Opio en las nubes'' novela del escritor colombiano Rafael Chaparro 

martes, 4 de noviembre de 2014

El amor en los tiempos del cólera (fragmento)




"[...] Ella no entendió nada: volvió a encogerse de hombros sin hablar, y se fue. Entonces supo Florentino Ariza que en alguna noche incierta del futuro, en una cama feliz con Fermina Daza, iba a contarle que no había revelado el secreto de su amor ni siquiera a la única persona que se había ganado el derecho de saberlo. No: no había de revelarlo jamás, no porque no quisiera abrir el cofre donde lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida, sino porque sólo entonces se dio cuenta de que había perdido la llave".

"[...] En cambio, la prudencia de Florentino Ariza tuvo una recompensa inesperada: ella extendió la mano en la oscuridad, le acarició el vientre, los flancos, el pubis casi lampiño. Dijo: “Tienes una piel de nene”. Luego dio el paso final: lo buscó donde no estaba, lo volvió a buscar sin ilusiones, y lo encontró inerme.

-Está muerto -dijo él.

Le ocurrió siempre la primera vez, con todas, desde siempre, de modo que había aprendido a convivir con aquel fantasma: cada vez había tenido que aprender otra vez, como si fuera la primera. Tomó la mano de ella y se la puso en el pecho: Fermina Daza sintió casi a flor de piel el viejo corazón incansable latiendo con la fuerza, la prisa y el de- sorden de un adolescente. Él dijo: “Demasiado amor es tan malo para esto como la falta de amor”. Pero lo dijo sin convicción: estaba avergonzado, furioso consigo mismo, ansiando un motivo para culparla a ella de su fracaso. Ella lo sabía, y empezó a provocar el cuerpo indefenso con caricias de burla, como una gata tierna regodeándose en la crueldad, hasta que él no pudo resistir más el martirio y se fue a su camarote. Ella siguió pensando en él hasta el amanecer, convencida por fin de su amor, y a medida que el anís la abandonaba en oleadas lentas la iba invadiendo la zozobra de que él se hubiera disgustado y no volviera nunca.

Pero volvió el mismo día, a la hora insólita de las once de la mañana, fresco y restaurado, y se desnudó frente a ella con una cierta ostentación. Ella se complació en verlo a plena luz tal como lo había imaginado en la oscuridad: un hombre sin edad, de piel oscura, lúcida y tensa como un paraguas abierto, sin más vellos que los muy escasos y lacios de las axilas y el pubis. Estaba con la guardia en alto, y ella se dio cuenta de que no se dejaba ver el arma por casualidad, sino que la exhibía como un trofeo de guerra para darse valor. Ni siquiera le dio tiempo de quitarse la camisa de dormir que se había puesto cuando empezó la brisa del amanecer, y su prisa de principiante le causó a ella un estremecimiento de compasión. Pero no le molestó, porque en casos como aquel no le era fácil distinguir entre la compasión y el amor. Al final, sin embargo, se sintió vacía.

Era la primera vez que hacía el amor en más de veinte años, y lo había hecho embargada por la curiosidad de sentir cómo podía ser a su edad después de un receso tan prolongado. Pero él no le había dado tiempo de saber si también su cuerpo lo quería. Había sido rápido y triste, y ella pensó: “Ahora hemos jodido todo”. Pero se equivocó: a pesar del desencanto de ambos, a pesar del arrepentimiento de él por su torpeza y del remordimiento de ella por la locura del anís, no se separaron un instante en los días siguientes. Apenas si salían del camarote para comer.

"[...] Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:

-Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.

Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio, porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.

-¿Lo dice en serio? -le preguntó. -Desde que nací -dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.

El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.

-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? -le preguntó.

Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.

-Toda la vida --dijo".

Fragmento de ''El amor en los tiempos del cólera'' Gabriel García Márquez